martes, 4 de diciembre de 2012

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En días como éstos la oigo todavía, bajito, nunca más alto de lo que se oye un latido. Ella, que los mira siempre desde un estadio diferente, sin darse cuenta, aquella vez subió mucho más arriba. Les hablaba con el desprecio involuntario con el que se mira al que sabes que no va a entender lo que dices. Fue la vez que más fuerte la vi, más altiva que nunca, y más serena que siempre. Hasta yo, que vivo suspendida en un margen despreciado por unos pocos, a los que la hipocresía de hablarse inferiores les gana la batalla, me volví pequeña. Entonces les dijo:

"Miren, yo tenía un profesor que siempre decía que hay una gran diferencia entre caminar y bailar. Uno camina porque tiene que hacerlo, porque no se puede quedar parado, casi por inercia. Pero uno baila porque quiere, porque lo disfruta. Pues eso me pasa a mí. Hay gente con la que puedes caminar, pero yo con ella prefiero bailar:"

Me miró orgullosa. Y yo más que con orgullo le devolví la mirada con la admiración del feligrés que contempla a una virgen. 

Probablemente estaría lejos de serlo, pero a mí me devolvió la fe. 


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